Las veredas
estrechas en Quinta Normal (la comuna) solían tener sus pastelones rotos y, en
buena parte por ello, muchos preferíamos derechamente callejear en su sentido
más literal, esto es, caminar por el medio de las calles. Dos motivos se
sumaban, además: en invierno se evitaba el peligro de meter el pie en un pequeño
charco de agua en las grietas de esas veredas maltrechas; y en las noches se tenía mayor visión del entorno (aunque en la edad colegial, pese a las
advertencias maternas, los sustos y riesgos solían pasarse por alto muchas
veces).
Como casi todos los
sábados de aquella época, inicios de los años ochenta, en la mañana me tocó
caminar varias cuadras de ida y vuelta a comprar, en una gran bolsa de lona
verde, la leña necesaria para hervir agua en un tiesto metálico en el que mi
padre y mi madre lavaban las sábanas y otras prendas de tamaño mayor. En esos
tiempos, nadie pensaba en la contaminación de la ciudad, tal como muchas
industrias campeaban con sus chimeneas en medio de barrios residenciales. Por
supuesto que a mí tampoco me preocupaba ese tema ecológico que recién comenzaba
a difundirse por los países desarrollados. Si algo me daba vueltas por la
cabeza en aquel entonces, que fuera más allá de mi cotidianeidad y mi círculo
de vida, era obviamente cómo hacer frente a la dictadura militar.
Pero,
particularmente ese mediodía de sábado, de junio si mal no recuerdo, entre las
volutas de humo y las lavazas burbujeantes, mientras quitaba o ponía más leña
al fuego, mi desasosiego discurría por otro carril. Teníamos fiesta de curso en
la casa de uno de mis compañeros y yo había quedado en pasar a buscar y a dejar
a la chica que me quitaba el sueño desde un año antes, cuando la conocí en
segundo medio. Me había decidido, qué va, a lanzarme al charco y decirle a ella
que me interesaba para algo más que una amistad colegial. ¿Cuál fue el impulso
vital que me motivó a dar el paso? Que, en la tarde de un día pasado,
estudiando ambos en su casa mientras afuera campeaba el frío, ella me había
contado una intimidad sobre una visita al médico, una nimiedad absoluta la
verdad, pero suficiente para que en mi cabeza la historia fuera una señal potente
de que “había onda” conmigo. Creo que buena parte de los hombres, a los 16 o a
los 50 años, tenemos esa visión de que cada cosa que dice, viste o calza la
mujer que nos gusta, lo hace solo para nosotros, que nos entrega una señal o
aliciente para atrevernos a cruzar el río.
A la hora señalada,
como a las ocho de la noche de aquel otoño-invierno, la pasé a buscar a su
casa, apenas a dos cuadras de la mía y con una descuidada y ya oscurecida plaza
entre medio. Le diría lo que tenía pensado, así lo había decidido, en medio de
la fiesta o, a lo mucho, al regreso a casa, así que a la ida conversamos solo
de las cosas triviales de que hablan dos jóvenes escolares fuera del liceo.
Pero cuando llegamos juntos al lugar del jolgorio colectivo nos fuimos, ella y
yo, cada cual por su lado. De tanto en tanto, de baile en baile, de cigarro en
cigarro y de copa en copa, la miraba de reojo e internamente afinaba el
discurso. Hubo un momento en que casi se dio la ocasión para tirarle el rollo.
Como ocurría en todas esas fiestas, cuando el dijei de turno detenía la música
más rápida (ya saben, en esos tiempos, cosas como: Saturday
Night Fever, de los Bee Gees; Dance across the floor, de Jimmy Bo Horne; Long
Cool Woman in a Black Dress, por The Hollies), digo que cuando ocurría aquello
y venía una canción lenta, como por arte de magia cada cual buscaba
instintivamente con los ojos a quien más le interesaba y apuraba el paso antes
que un eventual rival le ganara la pulseada. Efectivamente, en ese momento, en
medio del pequeño living que había sido desprovisto de mesas y sillas, con una
difusa luz en que apenas se dibujaban contornos humanos, en el mismo instante
en que sonaron por los parlantes los tres toques de los platillos que
anunciaban que venía KC and the Sunchine Band y su please don’t go, mi mirada
holística la buscó. La encontré a un par de metros de distancia, mismo espacio
que recorrí de dos saltos, estirando la mano derecha para invitarla a bailar
uno de los lentos más preciados de la época.
Pero la vida puede
ser eterna, no en cinco, sino en menos de cuatro minutos. Por más que su larga
cabellera rozó mi mejilla y sus brazos se cruzaron por encima de mis hombros,
no hubo caso. Ni siquiera el estudiado “tengo que hablarte” con que iniciaba el
discurso interno se asomó por mi boca. Apenas un ridículo “gracias”, acompañado
de una torpe genuflexión, fue lo único que atiné a decirle cuando el tema finalizó.
Volví donde un grupo de compañeros seguían comentando resultados de fútbol al
calor de unos largos vasos de piscola. Hasta que la hora de la cenicienta se
cumplió. Pasadas las once y media de la noche, ella se acercó y me recordó que
debía acompañarla de regreso a casa, tal como había sido el acuerdo con sus
padres. Entonces me despedí de los que se quedaban, me puse la chaqueta y
salimos de ahí. Tenía poco menos de media hora para caminar junto a ella, por
las calles y no por las veredas, y desembolsar mi apuesta.
“Oye, no vino tal o
cual”, me dijo ella para hablar de cualquier cosa. “Cierto”, respondí
escuetamente, no tanto por desidia como porque nuevamente en mi cabeza rondaba
el discursillo preparado. Una vez que me sentí satisfecho de las palabras
escogidas, me propuse explicitarle que quería ser su pololo y me fijé una meta física para decirlo: el siguiente poste
de luz.
Habrán sido unas
doce a quince las cuadras que mediaban entre el lugar de la fiesta y su casa. A
razón de dos postes entre esquina y esquina, tuve más de veinte faroles para
sobreponerme a mi rostro encarnado, a mi sempiterna timidez y a su aplomado talle… Pasamos la primera estaca luminosa, luego la segunda,
la siguiente y la de más allá. No me atreví no más. Ni siquiera pude echarle la culpa al frío de la noche. Cuando
llegamos a destino y ella abrió la reja, volvió su rostro para darme un beso en
la cara y decirme chao-nos-vemos-el-lunes-en-la-clase-de-matemáticas. Solo atiné a responderle que sí, que nos encontraríamos el lunes en el colegio. Mientras
esperaba a ver que entrara definitivamente a su casa, por la puerta que comunicaba
al patio con el living, bien al fondo de mí mismo las silentes palabras eran
otras: please don’t go…
Video subido a
Youtube por el usuario fabalano
Please don't go
(autores: Harry W. Casey,
Richard Finch)
Babe, I love you so
I want you to know
That I'm going to
miss your love
The minute you walk
out that door
So please don't go
Don't go, don't go
away
Please don't go
Don't go, I'm
begging you to stay
If you live, at
least in my life time
I had one dream
come true
I was blessed to be
loved
By someone as
wonderful as you
Hey hey hey
I need your love
I'm down on my
knees
Beggin' please
please
Please don' go
Don't you hear me
baby
Don't leave me now
Oh no no no don't
go
fantástico, dulce, tan de entonces! Felicitaciones, hermoso texto Volker
ResponderBorrarMe sumo uuuuuuuuu una poesía completa y así que sí eres "tímido".
ResponderBorrarPucha, lo acabo de volver a leer y quería dejar un comentario y me topé con que ya lo hice jajajaja. Es que eres lo más poh Vólker!!!
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