viernes, 28 de abril de 2017

En mi calle

(Artículo que publiqué en 2014 en www.elmostrador.cl y que me lo inspiró la canción "En mi calle", de Silvio Rodríguez... y lo que pasaba por esos días en la Franja de Gaza)

Vivo hace trece años en esta misma calle (es el período más extenso que he pertenecido a una calle y, obvio, que una calle ha sido mía).

Mi calle tiene pocas cuadras y su trazado, cuando se rutea de poniente a oriente, enfrenta al caminante a la colosal cordillera andina. En mi calle (y permítanme recalcar esa apropiación del espacio público urbano) hay amasandería y negocios de barrio en los que uno conoce el nombre de quien lo atiende y se puede preguntar no sólo por determinado producto, sino también por la salud del que vende.

En mi calle hay veterinaria y una bomba de bencina (bueno, la bencinera no está propiamente en mi calle, pero es casi como que lo estuviera); también existe algún jardín infantil, lo que a diario permite ver a niños, de la mano de sus padres, arropadísimos en el invierno o casi descamisados en el verano.

En mi calle las veredas son normalmente amplias, igual que los antejardines; y hay vecinos que mantienen el pasto como mesa de billar y otros (como yo) que apenas si cortan el césped unas pocas veces al año (pero lo riego harto en verano, eh). También tengo vecinos, aunque no me queda claro que sean de mi calle, que alguna vez han reclamado por los ruidos de fiestas familiares.

En el otoño, en mi calle, los arreboles con sol poniente son espectaculares y hacen juego con las hojas de variados tonos rojizos que se descuelgan de sus árboles. En primavera y en verano, mi calle se torna bulliciosa hasta bien tarde, aunque igual se muestra lánguida y pesada el día domingo, después del trajín a la cercana feria y tras el período del almuerzo. En invierno mi calle es claramente gris y más fría, a no ser por esos pocos días radiantes que suceden a una jornada de lluvia intensa; y salvo por esos instantes cuando al caer la tarde-noche, ya oscurecido, un residente apura los pasos alegres para llegar al calor del tecito humeante y el pan enmantequillado.

Vista al oriente un día de otoño en mi calle

En mi calle (ya lo dije, de pocas cuadras) las casas son casi todas bajas y hay apenas un par de edificios que no superan los cinco pisos (y uno de sus conserjes, el moreno Elvis, saluda con una blanca sonrisa a todo el que pasa); pero estos últimos, los edificios de departamentos, avanzan en el barrio y eso se nota en trazos de polvo de cemento esparcidos por el suelo, en el ruido de los camiones betoneros y en unos cuantos hoyos que hay que sortear en el pavimento. Por eso también, a la hora de colación o poco después, es común que haya grupos de trabajadores en las veredas que duermen una corta siesta al sol o que apuestan la nada a las cartas.

En mi calle no hay comisarías ni casetas de seguridad ciudadana, aunque igual ha habido robos… Y por suerte (o por claras razones) en mi calle no caen misiles ni balas como en las calles del paralelo 31 Norte, casi esquina del meridiano 34 Este (Franja de Gaza que es llamada).

Quizás por todo ello, “yo no sé por qué estoy llorando, por qué estoy cantando, por qué estoy muriendo”…


En mi calle

En mi calle hay una acera gris
donde se pegan las miradas
del que mira adonde va.

En mi calle hay un banco que es
tan largo y blanco como el mármol
donde iremos a parar.

Yo no sé por qué son tan blancas
las altas ventanas que miran al cielo.
En mi calle el mundo no habla
la gente se mira y se pasa con miedo.

Si yo no viviera en la ciudad
quizás vería el árbol sucio
donde iba yo a jugar.

En mi calle de silencio está
y va pasando por mi lado
es un recuerdo desigual.

Yo no sé por qué estoy mirando
por qué estoy amando,
por qué estoy viviendo

Yo no sé por qué estoy llorando
por qué estoy cantando,
por qué estoy muriendo

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